La foto que nunca tomé


Fotografía Jorge Miño ©

Cuando presioné el obturador el mensaje de pantalla fue “no hay memoria para guardar” así que, sin moverme del sitio, me concentré en borrar algo para dejar espacio libre. Eliminé una de tantas fotos de gotas de agua cayendo detrás de una ventana de un auto y en  poco estaba listo, pero no tomaría aún la foto porque en la anterior escena había una ráfaga de palomas  que cruzaron en diagonal ascendente; partieron desde la esquina de la Plaza de San Francisco, eclipsaron brevemente las cúpulas de la Compañía, fueron cubiertas por la la cruz de piedra que se yergue a la salida de Cantuña y por último, antes de decolar sobre el pretil de la Ermita de Villacís, oscurecieron la torre de La Merced y se aquietaron repentinas saliendo de cuadro.
Confiaba en que volverían pero nunca lo hicieron, o quizás regresaron pero no puedo asegurarlo porque, sin moverme del sitio, me distraje observando la imagen imponente de un negro alto que bajaba, llevando con facilidad al hombro, un barril de girasoles y rosas; deslumbrante escena por la que estuve a punto de disparar la cámara y gastar en él o en eso mi última foto, pero me detuvo la idea de que las palomas estarían por llegar y decidí esperarlas.
La ingenua figura que me había formado del querube oscuro se vino abajo cuando entró en escena un mestizo (más tirado en su porte y faz a indio que a blanco) quien recriminaba con violencia al negro.
-Es que estaba botado hijo de la gran puta, ¿tuyo será que te metes? Anda  a cuidar la chepa de tu madre, hijo de la gran puta y no te metas. –Le dijo arrojando furioso el balde rojo al piso que en su debacle armó enorme estruendo. Si con la boca ya había congelado el paso de los transeúntes (yo hace rato  estaba quietito por el asunto de la foto) pues ahora el ruido puso bajo cero los pasos de los mirones para ver cómo evolucionaba el lance.
El negro avanza para enfrentar al mestizo (pido mil disculpas por desconocer sus nombres y tener que referirme a ellos de esta forma tan rudimentaria; consideré en inicio asignarlos como Sujeto A y Sujeto B, pero creo que eso, aunque resulta ser más académico, sigue igual de impersonal). El mestizo entonces se habría puesto a su nivel si le acicalaba en la orejas una frase como “Negro”, porque así minimalista como queda, con esta palabra, hay muchos de su raza que ya se enojan. Sin embargo, lo que dijo con energía y cultura, casi a modo de consejo familiar fue: “Anda a robar a otro lado, esas flores son de la señora que se fue a regresar”, pero mientras su lengua opinaba para distraer, sus ágiles manos habían liberado del cinto su correa que ahora oscilaba como un áspid.
Pero el negro tenía un as bajo la manga, mejor dicho un cuchillo bajo el cinto e hizo emerger su conejo del sombrero, un horrendo matachanchos tan brillante como la explosión controlada de un Neewer TT560 Flash Speedlite para Pentax, Sigma, Minota o Leica. 
“Es un triangulo isósceles porque los lados son diferentes”, pensé asignándole al cuchillo una clasificación geométrica; mi mente me llevó a eso porque hace poco bajaba dejándole a mi hijo Gabriel en la escuela y era el tema que repasábamos por esos días.
-Anda a cuidar los vellos de la vagina de tu madre hijo de la triple puta –le clavó banderillas nuevas con esta frase, ya algo más culta porque en la calaña del tipo dijo “vagina” y eso ya es apergaminado y revelaba mínimo grado de secundaria o posiblemente, en lo recóndito de sus secciones onanistas, la palabra vagina le llevaba al orgasmo y quería decirla así, abiertamente, para gozarla en público y mostrase no como un vulgar caco sino como un postulante que prepara un discurso para asimilarse esa noche como miembro de número de la Academia de la Lengua. De todas maneras, el improperio iba dirigido al mestizo, pero a diferencia de una puñalada que solo le entraría a él, en cambio el insulto nos entraba a todos y nos invitaba a pensar en los vellos de la vagina de una madre y son temas escabrosos que la mente sana huye a las siete de la mañana.
Fue cuando desistí de esperar a las palomas, guardé el celular en el bolsillo y me interpuse entre ellos diciendo, lo más norio que pude: ”Tranquilos por favor, basta; cálmense ya es suficiente”. Lo dije sin parecer que estaba a favor de uno u otro y sin poner interjecciones en la frase, escogiendo las palabras, a temor de que si ponía una semifusa en vez de una corchea en medio de ese pentagrama sonaría discordante y recibiría de premio un hebillazo o una cuchillada
Se apartaron lentamente sin darse la espalda, cada uno a su respectiva vereda de la calle Bolívar, luego vino un silencio, pulcro como la lengua antibacterial de un perro sarnoso que se lame las heridas y abrió tregua para disponerme en ayudar a recoger las flores a un borrachito consuetudinario, molesto como si le hubiesen desacomodado la sala y, estando por llegar sus invitados, encontraba de mal gusto la escena y se esforzara por adecentarla. Entre los dos llevamos el balde unos pasos arriba  siguiendo el rastro del agua porque el negro no resultó tan cojudo en subirse al lomo ese balde pesado como estaba y había tirado previamente el lastre.
Los tallos de los girasoles rotos, los pétalos magullados, la rosas desfallecientes, el ladrón con amagues de ginecólogo, el mestizo con su pantalón fantástico que no se le vino al piso,  las palomas que nunca volvieron y la foto que nunca pude tomar.


Crónica. Jorge Valentín Miño. (En Quito,hoy en la mañana 28 de octubre de 2016 regresando a casa luego de dejar a mi hijo en la Escuela).