Las
marcas en relieve dejadas por el preservativo en su billetera y las otras
dejadas en el papel por el rodillo de la máquina de escribir indicaban dos
cosas: que Octavio no había hecho el amor en mucho tiempo y segundo que no
atinaba la manera de enfrentar una hoja vacía. Le resultaba triste ver esas
marcas al final del día, se le figuraban como un calzoncillo apretado que, ya
entregado a la tintorería, deja en la cadera una laceración visible.
Se
desnudó y tomó una ducha antes de meterse en la cama, de la manera como lo
hacía ya hace meses; ensayando un monólogo interior a lo Molly Bloom, con la
obsesiva idea de con ello, “desarrollaría polifonía”, según pensaba. Esa noche
en particular se encomendó a San Hustler para hallar valor y resistir a la
tentación de no masturbarse antes de dormir: sublimaría su energía sexual en
favor de la literatura; había decidido que todo ese zinc, carnitina y fructosa
sería consagrada a la creación literaria y creía que los ásperos castigos
autoinflingidos, un día cercano le parecerían polen y miel cuando por fin sus
novelas estén en auge y se vendan como
hortalizas frescas en verano.
Octavio
cayó profundamente dormido y ya bien entrado en los feudos oníricos; como
aperitivo soñó que era parte de un reality
show en que, junto a las hermanas Williams (Venus y Serena), encerrados en
una oscura y enorme biblioteca, tenía por tarea tocar una campanilla de cristal
cada vez que su afiladísima percepción alertara la eclosión de algún óvulo liberado
por las damas; horas más tarde, atendía un sueño en que firmaba autógrafos con
un bolígrafo alimentado con sangre desde su yugular con ayuda de una finísima
cánula y ya rayando el alba, fue agasajado por un sueño anodino, en escala de
grises, donde Gloria Fuertes paseaba solitaria por una playa nudista en la
Riviera de Tasiilaq (Groenlandia) y
Octavio corría tras de ella, sin lograr alcanzarla, con una toalla en manos
para tapar sus frondosas carnes. Luego no recordó haber soñado nada más, pero
la humedad de sus calzoncillos con que despertó, alertaba sobre los posibles
temas. Al despertar, levantó puentes
entre su neuronas con una taza de café y se reforzó con algún bocadillo, luego
se abocó sobre la hoja en blanco tratando de escribir algo; aunque sea un haiku
salvaría el día.
Horas
más tarde seguía mirando la hoja sin que se le ocurriera nada original; que tal
sobre un loco que estando hambriento, tiene una manzana entre manos y sin
atinarse a decidir dónde darle el primer mordisco, se muere de hambre, pero
esta idea de cuento es solo mía y Octavio no la conoce, por lo que se levanta
desanimado de su escritorio, abandona la máquina de escribir y su falta de
inspiración la atribuye a los sueños húmedos acaecidos esa noche y que desembocaron
en una copiosa eyaculación. El impase le
altera el ánimo, por lo que decide salir a comprar libros, eso le calma.
No
es precisamente un ávido lector, últimamente pasa más tiempo con J. Lo. en su
Mp3 y ha convertido los libros -se averguenza de ello- en libros objeto. Resultan
de contundente impacto visual, para sus
amigos, que al pisar su casa, en el recibidor se topen a bocajarro en el
recibidor con algo a la moda, por ejemplo un intríngulis de Dan Brown que haga
parecer a la iglesia católica un saco de alacranes; o en la cocina con el
grueso recetario indú “Diez manera de adobar una vaca”, en tanto que en el baño
no sería cauto privarse de “Quino para invidentes”, reforzado con rollos en
papel de baño tratados al relieve con poesía braile, pero sobre todo; Octavio
cuidaba de mantener en la recámara, abierto con calculado descuido sobre la
colcha de tafetán rojo, dos libros: “Kamasutra para androides” y “Manera fácil de desenredar a sus robots
luego del coito” de Azimov, ese par de libros siempre funcionaban para calentar
los motores de la dama de turno que, seducida al escucharle recitar de memoria
los poemas de Petrou Cavafis, se dejaba poseer sin miramientos (libros
rebajados al nivel de papel mata moscas).
Llegaba
la hora del día para volcarse a las librerías. Guiados por el análisis forense
aplicado sobre el traje ejecutivo en casimir azul de un joven cajero de banco
que viajaba en el mismo bus, en el asiento contiguo al de Octavio, podemos
revelar la consistencia del desayuno literario (lo que leyó Octavio esa mañana):
párrafos saltados de “El libro del Samurai” de Hagakure en lo equivalente a huevos fritos, como
panecillos “Mi árbol de naranja lima” de Vasconcelos y como jugo “La puta
respetuosa” de Sartre. Creemos que Minguito, el de Vasconcelos es el que le
cagó la testuz, definitivamente no combinaba en el cerebro de Octavio el
neorrealismo bucólico de Vasconcelos con la crudeza de Miller, fue como mezclar
jugo de limón con leche de soya y gelatina de mango, por eso lo del vómito en
el bus, regándole en la solapa todo lo que había desayunado esa mañana y ahora
esa una masa informe de colores viscosos y malolientes inundaba con su
pestilente acides el transporte público (vocales ácidas, consonantes
semidigeridas, un espeso caldo de tinta y párrafos).
Ganando
en sabiduría y hallando escarmiento, Octavio se contuvo de leer varios libros a
la vez y le fue menester en adelante acabar uno para comenzar otro, concluyó en
que no todos los fuegos son el fuego y de esto se benefició su vista que ya la
tenía menguada y roma. Meses más tarde, repuesto y con más de ánimo que de
cuerpo, releyó un aviso de prensa con la noticia de que, un poeta de la
localidad, Orestes Vargas lanzaría esa noche un poemario. Si iba esa noche,
podría tomarse unas fotos a su lado, conocer, entre copillas de vino económico,
alguna escritora de verdad que le revelaría la llave que abre todas las puertas
de la literatura y hasta, si se caían en gracia amañarse con ella esa noche;
podría Octavio, entre los estertores del sexo escuchar la primicia de la
verdadera voz de una escritora de verdad, dando baladas mortales, muy ajena a
la voz de pajarillo mojado con que usualmente intervienen en las
presentaciones.
Octavio,
en esa reunión, estaría rodeado por los capos del mundo literario, y si tenía
suerte estaría también allí algún editor: un Planeta o un Alfaguara, que ya
avanzada la noche y siguiendo con ellos la farra, en medio de la espesa niebla
de un karaoke, con Octavio imitando a
Frank Sinatra (My way), deduzcan que si Octavio enfrenta la literatura de la
misma forma como canta, sería menester ofrecerle publicar una de sus novelas, a
ojos cerrados.
Una
historia de cajas chinas: dobló y metió cuidadosamente el recorte de prensa en
el interior de “El misterio de los hermanos siameses” de Ellery Queen y calzó
el libro en el bolsillo trasero de su jean negro, cuidadoso de que el título
sea visible desde fuera para así marcarlo ante los de la reunión como un
escritor activo y versado.
Acudió
entonces esa noche al lanzamiento con una barba de días, a lo Rushdie, con
lentejuelos sin marco a lo Capote, camiseta negra con el rostro de Hemingway en
serigrafía al duotono; con un toque de acquavelva en pómulos y nuca, zapatos de
goma, y al pecho un crucifijo de madera, estrella judía y luna soviética del
buró supremo, ensartadas en la misma cadena de plata (por si en la reunión
coincidían Louis de Wohl, Jean-Moïse Braitberg o Ludmila Petrushevskaiay así no
ofendería a nadie. “Estar de acuerdo con todos hasta que sea un escritor
reconocido” era su estrategia (¿y si había algún escritor ateo? ¿cuál es el
símbolo del ateísmo?) Ante estas dudas, incluyó también, a última hora un
número cero en bambalina dorada y se pinchó en la solapa escarapelas de algunos
de los más importantes clubes de fútbol, pensaba que actuarían como
gatilladores del pensamiento lateral y se atenuarían los lances dedicados a la
literatura.
Se
armó de tabacos, un intelectual debe saber fumar, para ello se cuidó en no
aplicarse desde hace una semana su spray para dejar de fumar, pues indujo que
podría ser mortal para sus intereses de ascender en el escalafón literario, dar
una arcada en público con un chesterfield entre los labios y por último, se
peinó con una buena mano de gomina, porque lo gótico estaba en auge. Con todo
esto, su YO interno quedó oculto, reducido a la calidad ínfima de la comida que
trae una nuez envuelta por todas las capas gaseosas del planeta Júpiter
(incluida la mancha esa que parece un ojo de pollo).
Nada
ocurrió como pensaba. Llovió y los tabacos se mojaron, como andaba chiro no
pudo tomar taxi, llegó tarde y al entrar en la sala (con la moda de la
puntualidad) todos le regresaron a ver para reírse con su atavió de zombie
escapado de una coreografía de Michael Jackson. Le hicieron callar cuando, a
medio acto, lanzó en voz alta el comentario a una señora encopetada de que era
Octavio, de que había escrito recientemente para la Bufanda del Sol unos poemas
minimalistas, adornados con mucho, muchísimo espacio en blanco y que ahora
incursionaría en la prosa; que era escritor y que tenía muchas ideas para hacer
literatura, que de tantas observaciones que había hecho del mundo, su libretita
de notas había pasado a la categoría de una guía de teléfonos y que debía
transportarla en una mochila del tipo que los universitarios de medicina usan
para llevar sus laptops –señaló con el rabillo del ojo su espalda. Y le sacaron
de la sala con la escoba de la indiferencia. Por ello, solo alcanzó a escuchar,
desde afuera, algo del interludio al piano y evitó acercarse a las burbujas de disertación
que se abrieron ya en el brindis; eso sí, aguzando el oído por si atrapaba
algún consejo que le ayudara a escribir, y esto llegó efectivamente: “… es
aconsejable observar a los niños para alentar nuestro mundo interior; observar
a los niños ayuda a ser como ellos, libre, ingenuo, experimental, ajeno a la
crítica, como son ellos; escribir como ellos juegan, esa me parece es la
pauta…” (Lo decía con sapiencia una escritora de literatura infantil conocida
como “Pera” por su cuerpo en forma de tal fruta).
A la
mañana siguiente, se despertó lúcido y con la fructosa en su lugar, decidió
escribir, pisaría con malicia la cola de su máquina de escribir y le haría
chillar como una gata en celo. Pero, llegada la tarde lo único que había ganado
era mejorar su nivel de encesto para el basketball y hacer ejercicio para la
artritis de sus dedos, arrugando tantas hojas y logrando puntos de tres sobre
el basurero. Consideró que nada de lo que había escrito era digno de publicarse
o de igualar a sus ídolos. Los ojos de toro insomne de Cortázar se le quedaron
mirando fijamente desde un afiche de pared y eso acrecentaba su angustia. De
repente decidió seguir el consejo de hacer literatura infantil, según lo oído, consistía
en terminar las palabras con “ito” e “ita”, subestimar al niño en todo y
explicarle con lujo de detalles todas las cosas, bombardearle de ilustraciones
para que no le haga falta imaginar las palabras (…) ponerle un título pegajoso
al libro (…) observar a los niños, observarlos, aprender de ellos. Así que se
encaminó hacia el jardín de infantes más cercano para observarlos tras las
rejas a la hora del recreo.
Se aplicó
varios días a la tarea de campo y con sus finas observaciones acrecentaba
dignamente el ancho de su libretita de bolsillo, hasta que al cuarto día la
mano pesada de un policía se le posó en el hombro. Atendía la denuncia sobre un
loco observando a los chichos; él no pudo explicar claramente qué hacía, lo de
aprender de los niños porque era escritor no se lo creyó ni la señora del cajón
de chiclets (era la que puso la denuncia) y Octavio fue a parar tras las rejas.
Lo de la cárcel le dio un estigma que podía lucir en su hoja de vida; ya era
algo. Optimista como era pensó en todos los escritores que alguna vez habían
ido a parar a la mazmorra y confiaba en que al salir, escribiría un bestseller
al estilo Papillón. Para hacer llevadera su estancia, pidió de casa que le
traigan material de lectura: un libro gordo para la celda y Condorito para las
horas del baño.
Pasado
un largo tiempo encerrado por “pedofílico en potencia”, Octavio entró en la
sala de emergencias con fiebre de 40 y frío de los pies, el residente de CDP lo
notó de pulso débil (un parsec de sístole y otro de diástole), aún así sus ojos
se movían de sien a sien a extraordinaria velocidad, como atento a un juego de
tenis elevado de revoluciones. Fue necesaria una cizalla para despegar sus
manos que atenazaban un libro espeso, del que hallaba consuelo y que se reveló
luego, remitido del laboratorio se trataba del Ulises de Joyce. A los pocos
días pasó de la sala de emergencias a residir en una modesta habitación del
tamaño de un retrete, subvencionada por la Fundación Antonin Artaud para los
escritores con problemas de concreción literaria.
Con
esto que le ha pasado, ha decidido colgar los guantes, por ahora solo escribirá
grafitis y explorará a futuro en un tratado de doscientas páginas algo
enigmático y sobrecogedor que leyó en el baño de la prisión; decía: “Sansón
estuvo aquí”.
Jorge
Valentín Miño Pazmiño
Quito-Ecuador