Ejercicios nocturnos
Tenía
en el espejo del baño la imagen de mi nariz torcida sin la posibilidad de recordar cómo había
sucedido. ¿Un altercado en un callejón? o simplemente y de manera inocua,
caminando por el mercado choqué accidentalmente contra una caja de pollos que
trasportaba al hombro un tipo cualquiera. Mi cara posee también una cicatriz.
Mientras
subía en el ascensor, entretuve la vista en el espejo. Mi ojo derecho tenía un
vendaje y supuraba, a la altura de la cien, un líquido amarillento de olor
nauseabundo. La chica con la que compartía el elevador se tapó la nariz con el
cuello de la blusa, se pegó a la puerta para salir apenas se abriese. Noté
además el labio superior hinchado. Di vuelta y salí al piso doce, seis antes de
lo previsto e hice el itinerario faltante por las escaleras.
Había
llovido y con unas horas más de claridad, antes de que terminase el día, bajé
al parque para atisbar en los charcos. Acuclillado, espejo ancestral, eco
antiguo de la luz, uno de ellos mostraba mi rostro carente de laceraciones, la piel
saludable con una sonrisa generosa sin hacer uso de encías ni dientes. Sin
embargo, desentonaba mi oreja a la que le faltaba tejido en el pabellón
superior. He visto esa calidad de heridas en las manzanas cuando se dejan a
medio comer con la marca de los dientes en media luna. Repasé
mis dedos por la oreja. Estaba intacta. Me levanté y pisé con una hato de furia
el charco para que las palomas negras de sus revelaciones salten al vacío.
Volví a casa.
Antes
de dormir, ausente de luces en la intimidad de mi habitación, cerré los ojos y
repasé con cuidado una generosa ración de vaselina en mi rostro. El efecto
sedante me condujo al sueño casi de inmediato. En el sueño que tuve, estaba en
la esquina de un cuadrilátero, la visión era borrosa, pero a pesar del desenfoque
evidenciaba a un espigado negro broncíneo despabilado en su esquina, escuchando
atento las instrucciones de su coach, especulo que hacía hincapié en aprovechar
mi omisión de los golpes de jab, el decadente
uppercut que no era mi fuerte o la tendencia a bajar la
guardia en los momentos claves. Me levanté para pelear.
El
dolor era manejable, el sabor a hierro que da la sangre me gustaba en forma
irracional. El asalto fue largo, esperaba la campana como la basura que espera
su campana o el feligrés que espera su campana o el marinero que espera su
campana.
El
golpe fue fulminante, caí al piso advirtiendo que la vida se me iba hasta que quedó
mi cuerpo inerte tendido en la arena, el frío penetraba y de a poco me iría
decolorando.
Desperté
sobresaltado. Me incorporé rumbo a la cocina en busca de un vaso con agua, me
detuve en el espejo del corredor. Un viejo y fiable espejo alemán revelaba mi
rostro, sin rostro; me habían volado esta vez la cara.
Nota a este mini cuento: Estaba revisando hoy 16 de marzo de 2014 unas fotos que hice en La Habana cuando topé con una de esas que hacemos de nosotros mismos en el espejo. Advertí que mi nariz tiene desviada el tabique, por una pelea de box en que un compañero del Colegio Militar me dio un cabezazo Entonces me vino la idea de este cuento: espejos que reflejan desastres en el rostro (reveladores) herencia de una inclinación retorcida de una pelea que se desarrolla mientras duerme. Muere en sueños, despierta en la "realidad" y descubre lo inevitable. La foto en mención es esta, por si puede interesar a alguien, el tono lívido corresponde a la crema bronceadora que es apropiada para esas latitudes:
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